Muchos afectados y afectadas de tartamudeo, y sobre todo cuando éste se manifiesta con intensidad, y mientras estamos emitiendo una serie de oraciones a un interlocutor, corremos el riesgo de colapsarnos. Es decir: si las palabras salen más o menos fluidas, el discurso es mucho más claro y congruente. Ahora bien, cuando la disfluencia aprieta hay muchas posibilidades que nos agobiemos, y que esta circunstancia nada bienvenida haga perder encanto a la conversación.
De entrada, existe un riesgo alto que dejemos de mirar a los ojos de la persona o personas con las que hablamos. También, es muy posible que aceleremos el ritmo de las frases. Y además, considerando que somos conscientes de que estamos pasando por un mal trance, y que tal vez estamos dando una mala imagen, nos ponemos tan nerviosos que empezamos a dar vueltas, en el transcurso del diálogo, a lo mismo. O sea, que nos vamos repitiendo.
En varios de los talleres de habla lenta que hicimos en ATCAT (Associació de la Tartamudesa de Catalunya) hace casi dos años, uno de los dos impulsores de los talleres me soltó un comentario relacionado con esto que os cuento. Eduard afirmó: «Hablas mucho, cuánta berborrea». Y tenía razón. Y a la vez lo notificó a otros compañeros, pero en especial a mí.
El segundo sábado de septiembre entré a comprar, como suelo hacer uno o dos días a la semana, en el supermercado Condis que tengo muy cerca de donde vivo. A primera hora de aquella tarde, había en la caja que estaba operativa una de las trabajadoras que me cae mejor, que se llama como mi hermana y quien últimamente me empezaba a saludar motivada. Entonces, pensé: «Jordi, cuando te cobre dale conversación, que a esta hora todavía tiene poco trabajo».
Tuve dificultades para disimular mi trastorno de comunicación, por lo que me estresé, y teniendo la sensación de que hablaba sin parar, enrollándome por todo lo alto. De hecho, no quedé satisfecho de mi actuación general. No creo que la molestara, pero ella se dirigió a mi mejor de inicio que al finalizar el paso por caja. Y sí, no os voy a engañar: me tocó las narices, todo. En fin, ya véis: cuando las frases no nos emergen rítmicas, no podemos estar nada contentos.